ITER, O DEL CAMINO IMPOSIBLE
Iter (“camino”, en latín) es una constatación y asimismo un grito de impotencia.
Tal y como he venido desarrollando en mi obra artística y, particularmente, performativa, aún no se me ha dado concebir una pieza donde el componente sagrado y arcaico –y, por ende, pagano– no impregne tanto la reflexión sobre la misma acción cuanto su realización única. Así ocurrió en Memorial (2001), Umbrae (2002), Sacra (2003)… Y así sucede, está claro, en Iter (2009), título con el que regreso a este género artístico tras unos años de silencio.
Iter, a diferencia de mis otras acciones, de carácter mucho más estático, tiene un claro contenido procesional donde el sonido –y en esto no hay diferencia con el resto– cobra una gran importancia en su forma y estructura.
El desarrollo de la acción no es complejo: procesionar bordeando el emplazamiento de la primera muralla –romana republicana– de Valencia, ciudad fundada el año 138 a.e.v. Los dos participantes (hombre y mujer) van completamente vestidos de negro y cubiertos por un velo también negro. La sucesión de actos corresponde a los cuatro trayectos que transcurren entre las puertas oriental y meridional, meridional y occidental, occidental y septentrional, y septentrional y oriental, partiendo y volviendo, eso sí, de la encrucijada que forman el cardo y el decumano, y que, es evidente, coincide con el foro. En cada uno de los trayectos, los participantes se turnan en los dos actos que realizan: el toque de un triángulo sobre bases rítmicas propias, en continua aceleración, y la interacción con los espectadores o viandantes mediante la entrega de una tarjeta que, sin obviar el nombre y la vinculación artística de lo que se desarrolla, interpela con una pregunta escrita sobre negro: ¿Cuánto dolor sienten los Dioses por Europa?
Europa y los Dioses del paganismo, por tanto, como base de la acción artística, pero también, y esto es quizá lo más importante al concebirla, como necesario trasfondo que habría de permear nuestra reflexión en nuestra condición de seres abiertos a la espiritualidad, y en tanto ciudadanos de Europa. Tras ello, dos ideas motrices: somos europeos porque somos romanos (Roma como ur-Europa y como aeterna-Europa) y, siendo romanos y europeos, no podemos ser otra cosa que paganos (politeístas) si no queremos traicionar nuestra esencia más profunda.
Pero la constatación del fin de Roma, y la apreciación del paganismo como una vivencia interrumpida, supone un descolocamiento, una situación de no-estar o de no-estar de manera plena. Pensar en la Europa de hoy, y traer a colación la Roma pagana, es constatar su inexistencia y lamentar la imposibilidad de volver a ser a través de ella. De ahí que la música elegida para Iter haya sido una pieza cuasi contemporánea de la fundación de Valentia: el epitafio de Seikilos, melodía del otro lado del Mediterráneo, pero que forma parte inextricable de nuestra cultura. El epitafio sólo se interpreta en su forma original una vez, en la primera de las puertas, que aún no ha aflorado a la luz. Las cuatro veces restantes sufre transformaciones que lo hacen irreconocible, si bien tan sólo se opera una leve permuta de sus frases.
Iter finaliza en el mismo espacio diáfano en que había dado comienzo, por más que las plazas ostenten nombres distintos. Sería mi deseo que aquellos que leyeran la pregunta de la tarjeta respondiesen a ella con una toma de postura radical. De ese modo, la performance sagrada se habría convertido en agitación política.
Josep Carles Laínez